Claudia A. Campuzano
Es un día nublado.
El trufi, como de costumbre, tarda en llegar. Al subir, casi caigo encima de la robusta cholita que esperaba a mi lado. Hoy decidí visitar un lugar distinto, que hace tiempo no forma parte de mi rutina diaria. Tengo la ilusión de encontrarlo ahí. Como tengo la creencia de que el horario es un complemento indispensable, decidí salir en mi hora favorita.
Son las seis de la tarde, el cielo grisáceo se ve bellísimo. El clima está fresco y agradable; no hace calor ni frío. Es confortable, se siente como una plácida caricia, su calidez me acoge. Las nubes se funden en el cielo y el sol ilumina las verdes montañas. Su color se entremezcla con los tejados naranjas. Mi pronóstico es que va a llover.
A esta hora el trufi nunca va lleno; me gusta cuando hay mucha gente, así hay más personas para observar. Mi madre siempre me ha dicho que pienso demasiado, que me detengo y no avanzo, que me pierdo en lo insignificante. Esto quizá sea cierto, es que no comprendo cómo alguien podría estar sin pensar, sencillamente me parece raro. Ahora mismo, veo a una señora sujetando sus enormes y fatigosas bolsas; a un anciano que se apropia del asiento de un desaliñado joven; y a una señorita colmada de joyas baratas. Desde mi sitio alcanzo a ver la pantalla rota de su moderno teléfono. Observo cómo accede a Facebook y se detiene a mirar las fotos de una familia que aparenta exagerada felicidad; luego, mira la fotografía de unos refinados tacones color carmín de cuero; y, ahora, contempla detenidamente las fotos de una modelo de apariencia famélica, embellecida por el maquillaje y la dieta. Mi padre me dijo que esa es la estrategia del mercadeo, que los individuos consumen aquello que aspiran ser; una proyección de una existencia que no nos corresponde. Un “final feliz” lejano. No sé por qué una persona pensaría que la felicidad es consecuencia directa de tener zapatos o de ser una modelo.
Apenas han pasado diez minutos. Bajo del trufi para caminar lo que resta del trayecto. Me gusta el estruendoso ruido del tránsito; el melódico canto de la ciudad, me permite vislumbrar, asimilar, aprehender la realidad en su totalidad. No entiendo por qué las personas prefieren aislarse en los invasivos auriculares. Mi vista está atestada de elevados edificios. Quisiera enfocarme en las montañas, pero las grotescas construcciones son como un burdo y colosal escudo, que vulgarmente me obstaculiza el acceso.
Ya estoy llegando y son casi las siete. De repente siento miedo. Advierto la circulación de mi sangre caliente que fluye hasta llegar y ruborizar mis mejillas. Hasta me da vergüenza; son como mariposas que revolotean en mi estómago. Es extraño sentir esto por un lugar, por un espacio. Casi parece la sensación que te genera quien te gusta. Parezco una lunática. ¿Cómo es posible comparar un sitio con una persona?, me siento culpable de situarlos en el mismo nivel, pero es que existen lugares insólitos, que sin pretenderlo, sin manifestar nada en especial; son excepcionales. Emanan una belleza invisible; un esplendor que trasciende sutilmente, que absorbes y, a su vez, existen personas infames y nefastas, que te provocan putrefactos sentimientos.
Acabo de llegar y están las mismas seis mesas de madera de siempre, ahora renovadas. Cuando trabajaba aquí, eran color marrón forrado de un tejido verde mugriento. Las paredes, desgastadas, eran de un tono café ocre tostado, parecido al de un corcho; con algunos espejos decorativos manchados de huellas dactilares, de lo más ordinario. Ahora, los asientos están cubiertos de un refinado cuero negro. Las paredes fueron pintadas de un tono más oscuro. Los espejos están impecables y el letrero rojo de la parte externa sustituyó su anticuado nombre. Ahora tiene un aspecto ridículamente elegante.
Las dos mesas del interior siempre han sido incómodas: sus taburetes sin espaldar son demasiado altos e inestables. El ambiente es concentrado, sobre todo en los días calurosos, y ahora se le suma la música asquerosa de la televisión. Recuerdo que antes se solía poner jazz. Prefiero situarme afuera. Acabo de ver la mesa en la que él acostumbra sentarse, no quiero ocupar su lugar por respeto, pero el sitio está lleno y los demás asientos están ocupados, no tengo opción. Estoy de frente a la calle, de esa manera podré observar su llegada. Que rabia me da no poder trabajar aquí.
El exceso de amabilidad del dueño me resulta nauseabundo, yo solo quería un café y me insistió afanadamente para que pidiera su repugnante strudel de manzana. Lo peor de todo es que transmiten un partido de futbol con volumen ensordecedor. La tediosa voz del locutor me perfora los tímpanos, no sé a qué abominable ser se le ocurriría ver un partido en un café; me parece una injuria, casi un insulto.
Los clientes no son los mismos, en su mayoría son gente joven. Cuanto quisiera volver a esas dulces épocas, en las que cada día contemplaba algo singular y distinto. Los clientes eran recurrentes, y cada uno de ellos particulares. Estaba el pícaro doctor que me dejaba cuantiosas propinas, y cada semana tenía citas con distintas mujeres. También, dos viejitos carismáticos, que se encontraban todas las tardes para conversar animosamente y, al momento de irse, disputaban por quién pagaba la cuenta.
Eran almas avejentadas; su presencia era entrañable, y yo me veía en ellas como en un espejismo. Era una espectadora anónima de sus vidas, al servirles el café me convertía en participante discreta de sus días. Era cautivador, era absorbente. Soy una curiosa apasionada. Hoy, el ambiente es insufrible, es detestable. Me provoca hastío. Lo soporto únicamente para poder verlo: estoy esperándolo.
Son las siete y media. Percibo las miradas curiosas de las personas tacañas y apresuradas, que cruzan el café pero no se animan a entrar. No lo veo. Recuerdo que él llegaba al comienzo del anochecer, siempre solo y con un vaso de plástico desechable repleto de vino. Me saludaba con la mano izquierda y asentía con la frente, para luego pedir un cenicero, un vaso de agua y un café americano. Seguidamente, distribuía sus libros por la mesa, y concentrado procedía a escribir en su libreta. De repente se detenía; levantaba su mirada, pero no centraba su vista en un punto fijo, sino que se quedaba taciturno. Su rostro se veía reflexivo. Permanecía absorto; parecía abstraído por la ciudad. Siempre creí que era porque buscaba su numen, esperaba que le llegara la inspiración.
De verdad espero verlo.
Él nunca me dijo su nombre; se hizo llamar “el marginal”. Si llegara probablemente no lo saludaría; soy muy tímida y mis piernas temblarían, así que deprisa disimularía con mi libreta, fingiendo escribir. La última vez, llevaba puesta una chaqueta desgastada de jean, pantalones negros, unos botines de cuero marrón y su característica boina negra. Es de gran estatura, probablemente mide 1.85 metros. Su tez es blanca; sus manos, grandes y delicadas. No tiene cabello pero si un prominente bigote bien cortado y una barba pequeña. Tiene el rostro noble. Sus ojos son verdes y se ven entristecidos. Es muy guapo, emana aires europeos. Siempre creí que era español o francés, esto también lo atribuyo a que tiene una voz particular; muy apacible y sosegada. Se expresaba propiamente y con total claridad.
Desde que lo vi por primera vez me ha parecido sumamente enigmático, solitario. Su porte es misterioso y atrayente. Él es un viajero, un omnívago que no pertenece a ningún lugar, y al mismo tiempo; forma parte de todos. Una vez me dijo que no tiene nacionalidad, que no existe una patria que lo constituya: “Es un mosaico del tacto de mi planta de los pies con las piedras del camino; es el olor de las hojas húmedas en el otoño; es la brisa marina; es la sonrisa de alguien. Esas cosas son mi patria, yo he nacido ahí. Como toda patria, es constituyente; está constituyéndose.” En su momento, no le comprendí; ahora entiendo. Esa patria no acaba en un nombre, en una época, en un año o en un sitio geográfico. Esa patria acaba en el silencio, en el momento en que nos vamos de este mundo.
Son las ocho y aun no lo veo llegar. Recuerdo cuando lo escuchaba hablarme; pensaba que era un egocéntrico, aun así no podía dejar de maravillarme con su presencia. Él tiene algo; como un centelleo que me deslumbra, y es que por alguna razón lo admiro mucho, a pesar de que una vez me dijo que puede ser una persona muy desagradable, que no comparte ciertos ambientes; que se llega a aburrir rápidamente de ellos. Quizá esa es la razón de su apodo. En una ocasión me dijo: “tu llegada, Claudia, fue como una brisa”, su comentario fue el más dulce que alguien me dijo alguna vez, me dio la sensación de algo íntimo, nativo; como un recuerdo que no termina de concebir su forma, que no quiere encontrar su historia.
El clima está frío. Las mesas están vacías. La mesera y el dueño charlan. La gente pasa y los autos bocinean. Después de mi llegada entraron cuatro mujeres: dos de ellas eran unas viejas chismosas; provenientes del banco que queda al lado. Terminaban su jornada laboral y se disponían a pedir un grasiento postre acompañado de un té verde con stevia para compensar. Las otras dos eran unas adolescentes parlanchinas que pidieron dos malteadas colmadas de crema, chocolate y azúcar; su dosis de diabetes. Ambas duplas vociferaban risas y cotilleos. El ambiente ya no es el mismo.
Ya son las nueve y no llegó. No puedo culparlo; yo no regresaría a un sitio como éste. La atmósfera es insoportable. Tenía el anhelo de verlo. Él es esa “brisa” fugaz e introvertida. Un aura parsimoniosa y palpitante, que apareció en mi vida y se fue. No conozco su nombre, su edad, ni ocupación; ningún aspecto de su vida. Es una identidad casi etérea, sublime y volátil. Solo conozco su fragancia; su esencia inherente; su límpido semblante; su tenue y cordial voz. No olvido el fulgor de su mirada, que dibuja sobre el lienzo negro que es la noche.
Son las diez y me voy a casa, acompañada de su recuerdo.
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