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El bosque

Sophia De La Zerda Besse


Cruzamos una pequeña calle, comparada con las cochabambinas era similar a una avenida, pero para las carreteras de 20 carriles de esa ciudad era simplemente una callejuela. Caminando por las veredas iluminadas era imposible no percatarse de su limpieza, aún en esos barrios. No sabía cómo habíamos llegado ahí, todo era muy confuso con tantos carteles, puentes y carreteras.


Estoy muy segura de que la luna estaba por encima de nosotros, pero no podíamos ver nada. En otro país esa niebla hubiera sido considerada hermosa, pero en éste, era como una bruma venenosa salida de una película de terror. Los ojos me ardían, mi nariz tenía dificultades para absorber ese aire gris y mi garganta parecía resentida, pues desde hace dos días que le costaba emitir un solo sonido. Solo al hombre se le ocurre crear nubes oscuras casi al ras del suelo.


Seguíamos caminando, el canadiense decía que conocía el camino de vuelta, pero a estas alturas ya empezaba a dudar de su capacidad de orientación. Horas antes nos habíamos dejado llevar por su sentido de aventura, escapando del aburrido hotel para ir a comer a un restaurante “al aire libre” que él había conocido con sus amigos meses atrás. Los “gringos” se fascinan con todo lo “extraño” se suele decir en mi país, donde ese tipo de “restaurantes” los llamamos mercados.


Cuando llegamos me sentí como una estrella de cine, a juzgar por las caras de mis amigos, estaban pensando lo mismo. Los comensales nos miraban como si nunca hubieran visto personas de otros países y las vendedoras nos atendieron como si fuésemos reyes. Si esa era la hospitalidad china, me encantaba. Comimos unas brochetas deliciosas, lo único que me intrigaba era de donde venía esa carne, pero no me atreví a preguntar. “Eso de que los chinos comen carne de perro puede ser solo un mito”, me dije.

Junto con las brochetas pedimos unas Coca-colas, las peores que probé en mi vida, parecían agua con azúcar. La chica brasilera y el ruso tuvieron la misma sensación, no pudieron disimular su cara de asco. En la mesa de al lado, dos señores estaban disfrutando de una deliciosa cena mirándonos como si fuésemos una obra de teatro. Al ver nuestra reacción con la Coca-cola estallaron en carcajadas y se acercaron a invitarnos su bebida. Olía terriblemente fuerte, pero no tomarla podía ofenderlos. Tal como lo había pensado, era alcohol puro lo que pasaba por mi garganta ahora, sentí que mi cuerpo se incendiaba y comencé a toser. Esta debilidad no les provocó más que risa, compraron más de esas botellitas verdes y se sentaron a comer con nosotros. El segundo sorbo no sabía tan mal y el olor se iba perdiendo. Al terminar, nos despedimos y compramos una botellita más para el camino.


Es así como volvemos a las limpias veredas del principio. Nos íbamos alejando de la ajetreada ciudad, los edificios se veían lejanos y el número de autos se reducía. Todos parecían arrepentidos de semejante aventura, el alcohol nos afectó demasiado, unos cuantos pasos parecían kilómetros. Solo queríamos tomar un taxi y volver. Si tan sólo alguno de nosotros hubiese recordado el nombre del hotel, pensé.


Caminando un poco más nos topamos con miles de árboles. Eran los primeros que veía desde que llegamos. La felicidad y las risas se apoderaron de nuevo de nosotros, el canadiense se veía nervioso, pero sólo dijo que no recordaba haber visto este pequeño bosque en el camino de ida. Era demasiado extraño, realmente este país estaba lleno de contradicciones. Comunistas adoradores de Estados Unidos, críticos del individualismo que pagan por una mesa con paredes en un restaurante, calles impecables con el aire más sucio del planeta y un bosque en medio de una ciudad en la que apenas hay espacio para que crezca una persona.


El efecto del alcohol fue lo suficientemente fuerte como para que olvidáramos que estábamos perdidos y empezáramos a correr internándonos en el bosque. Éramos inmunes al cansancio y al miedo, el frío solo se notaba por el vapor que salía de nuestras bocas al hablar. Corrimos en medio de enormes árboles, algunos de nosotros gritaban de felicidad. Me frustré al intentarlo, de mi boca sólo salían pequeños ruidos, similares al maullido de un gato.


Nos detuvimos ante un pequeño riachuelo, debía ser sólo un charco grande que quedó de la lluvia de ayer. Todos reían a carcajadas mirando los pies del portugués, la luz de nuestros celulares no era lo suficientemente fuerte y él se había metido al charco hasta los tobillos. Decidimos volver a la avenida, entre bromas nos dirigimos a las luces fosforescentes que delataban la inmensa ciudad. Comencé a toser, correr con tan poco oxígeno no había sido buena idea, pues aún en medio de tantos árboles se sentía el característico olor de los escapes chinos.


A unos metros de llegar a una avenida, nos dimos cuenta de que Lais, la brasilera, no estaba con nosotros. Dimos media vuelta preocupados y gritamos su nombre. Unos minutos después la encontramos con el estadounidense mirando atentamente unas cajas entre los árboles. Nos acercamos. No me hubiera sorprendido que la gente las hubiera dejado tiradas, como si el bosque fuera un basurero. Eso es muy normal en el lugar de donde vengo. Pero esas cajas estaban ahí por otra razón. La noche los ocultaba bien, pero después de prestar atención unos segundos, nos dimos cuenta de que en esas cajas habitaban personas. Unos ancianos salieron de ellas, como zombis en una mala película. Dos mujeres muy enojadas se nos acercaron gritando en chino. Se suponía que estábamos ahí porque hablábamos el idioma, pero ninguno pudo entender lo que decían. Por el enojo y movimiento de sus manos, entendimos que debíamos irnos.


Ya en la avenida, mi mente no podía dejar de pensar en esas personas. Mi cerebro había tomado una especie de fotografía que hasta ahora recuerdo. Ancianos semidesnudos viviendo en cajas de cartón, dentro de una especie de bosquecito, en medio de la más grande ciudad del mundo asiático: Beijín. Caminamos un par de cuadras más, el canadiense reconoció algunas calles y después de 10 minutos vimos el gran letrero de Phoenix Hotel. ¿Cómo no pudimos recordar tan simple nombre?


Una vez en mi cama, miles de pensamientos y preguntas invadían mi cabeza; pero estaba tan cansada que decidí dormir y no volver a pensar en la aparición que tuvimos aquella noche. Dos días pasaron y ninguno de nosotros quiso tocar el tema. Los organizadores del concurso Han Yu Qiao habían planeado una visita a un templo no muy lejos del hotel. Era un día supuestamente soleado, pero lo único que veía del sol era una mancha con forma de huevo “brillando” en medio del smog. Nos subimos a los buses y después de media hora llegamos a nuestro destino.


El templo era muy hermoso, pequeñas casitas con techo cuadrado rodeaban una bóveda redonda. Talladas en la piedra, figuras de personas, animales y letras chinas llamaron nuestra atención. Realmente era una obra de arte. No habían muchos turistas ese día, quizá los del concurso habían reservado para nosotros una visita exclusiva. Eran tan amables, se encargaban de que veamos la belleza de la cultura china y de esa gran ciudad.


Al salir del templo, un montón de personas nos rodearon para tomarnos fotos. No eran ni periodistas, ni paparazzi. Eran gente que pasaba por ahí, gente común ¿Por qué razón estarían perdiendo el tiempo fotografiando un montón de adolescentes? ¿Éramos tan raros? Los del concurso se esforzaron porque no nos molesten demasiado y fueron a traer los buses para irnos. En medio de esa multitud se acercaron unos ancianos a pedir limosna, llevaban unos escasos trapos sobre su cuerpo y cargaban bebes prácticamente desnudos. Parecían las personas que habíamos visto aquella noche, el canadiense dijo reconocer a uno de ellos. Nos acercamos a una de las señoras que traía un pequeño bebé en brazos, era muy tierno. Ella, al darse cuenta de nuestra fascinación por el niño, nos invitó a alzarlo. Algunas de las chicas se animaron y después de unos minutos haciéndolo jugar, lo devolvimos. Les dimos el poco dinero que teníamos y nos dispusimos a irnos.

Los buses estaban estacionados en la esquina. Nos juntamos en los grupos con los que habíamos venido y nos despedimos de los señores. Aún no podíamos entender lo que decían, pero no importó. Les dijimos Zhai Zhien, suponiendo que ellos sí podían entendernos. La señora que nos había prestado a su bebé hace un instante, se acercó bruscamente. Tomó al niño y lo extendió hacia nosotros, quería que lo tomásemos. Lais lo aceptó un momento, creyendo que la señora solo quería un poco más de atención; pero cuando estuvo en sus brazos, la señora se alejó. Desesperadas, corrimos detrás de ella para devolvérselo. Cuando la alcanzamos, ella nos rechazó al niño con lágrimas en los ojos.


El coordinador del concurso se aproximó para decirnos que nos estaban esperando, cuando vio la situación en la que estábamos le dijo algo a la señora, algo que tampoco entendimos; pero por el tono y la velocidad con la que habló, parecía muy agresivo. Tomó al bebé y se lo entregó a la mujer, quien nos seguía hablando en tono de súplica.

Subimos al bus y éste partió. Todos estábamos callados, no pudimos evitar las lágrimas que esa escena nos había provocado. Los coordinadores no decían nada, parecían molestos. En ese momento ordené todas mis ideas y entendí la crueldad de nuestra especie. Me dije a mi misma: En un pequeño bosque al medio de la maravillosa ciudad de Beijín, viven personas en cajas de cartón. Son ancianos que cuidan bebes y niños pequeños, probablemente son sus nietos. Los adultos trabajan lejos, de sol a sol, sin ningún éxito. Sus hijos viven en la peor de las miserias, esperando que, con algo de suerte, los adopte alguien los adopte. Y les ofrezca otra vida.


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