Isabel Panozo Arciénega
Las nueve con cuarenta, otra vez estaba tarde. Levantarme costaba cada día más desde que me recetaron los ansiolíticos que, combinados con los efectos de la cetirizina, me provocaban un sueño más profundo. Jueves. Hoy pasaba el camión de la basura a las seis, había olvidado sacarla y sabía que en cuanto abriera la puerta lo primero que me llegaría era un grito por no hacerlo. Me dolía la cabeza y sentía los ojos hinchados, era otro mal día.
Me levanté de la cama y caminé al baño, me vi al espejo, mi pelo se veía feo hoy, joder, me salió un grano en la cara, se notan más mis cachetes, ¿había subido de peso? Evité esos pensamientos y me bañé con agua fría para terminar de despertar. Me cambié tres veces antes de decidir algo: definitivamente subí de peso.
Escuchaba los gritos en la cocina, mi mamá estaría peleando por teléfono con su hermano de nuevo. Mi plan era salir como un fantasma de casa, para evitar conflictos, pero eso no sucedió.
― ¿Te vas sin desayunar? ― dijo mi hermano Sebastián sin levantar la vista de los papeles que tenía enfrente.
― Si me quedo, además de haber perdido mis clases, perderé mi cita con la psiquiatra, Laura. Pero, ¿no deberías estar en la oficina a esta hora?
― Llama cuando salgas e iré a recogerte ― evadió mi pregunta.
― No es necesario, luego pasaré a casa de César, dijo que quería comer conmigo y con Vero, así que creo que la recogeremos del colegio.
― El divorcio fue hace tres años ¿Podrías llamarlo “papá” de vez en cuando? ― negué con la cabeza y salí.
Al llegar a la avenida, tomé el primer micro que me acercaba al centro, no tenía ganas de esperar y la cantidad de gente que se quedó a tomar el transporte en el mismo lugar que yo, me ponía los nervios de punta. Me puse los audífonos para escuchar a mi banda favorita, una de las pocas cosas que lograban calmarme, aunque varias ideas se cruzaban por mi mente. Había faltado a clases, nadie toma apuntes como yo, ¿y si dieron un cuestionario sorpresa? estaba rompiendo mi buena asistencia por culpa de un par de pastillas. No importaba, de algún modo haría que todo marche como un reloj.
Bajé a dos cuadras de la plaza principal. Mis pies me guiaron por aquel camino que conozco de memoria: cruzar la plaza hasta la calle Bustillos, tres cuadras recto, hasta llegar al restaurante de sushi. Cruzar al otro lado y tocar el timbre azul que tiene el rótulo “Vargas”. La amable sonrisa de Laura, la psiquiatra, me recibió y traté de sonreír de vuelta, quizás salió muy falso, o de nuevo estaba siendo paranoica.
― Bueno, Amaya, cómo estás ― dijo, tomando un bolígrafo.
― Pues como siempre, sólo vine de rutina, porque me lo pediste ― respondí desganada, sólo porque lo anoté lo había recordado ―, aunque tengo dudas respecto a la medicación, he estado durmiendo más de lo normal. ― empecé a jugar con un hilo suelto de la polera que me puse.
― Quizás lo único que hay que hacer es disminuir la dosis; como te expliqué, el uso de ellas tiene sus efectos secundarios ― anotó algo y me miró ―. Pero cuéntame ¿cómo te has sentido respecto a las clases? ¿tu familia? ¿practicas tus pasatiempos?
― La verdad no tuve ganas de hacer mucho, aunque de todos modos me preocupa no tener el tiempo suficiente para acabar todo lo que tengo que hacer, entre ayudar en las tareas de casa mientras mi mamá no está y los trabajos para clases, apenas tengo tiempo para intentar hacer algo ― rompí el hilo por la presión, ella entonces se levantó.
― Iré a traerte un vaso de agua ― solté el hilo y ella fue a la cocina, pude respirar más calmada, solo evitaba un tema que en cualquier momento íbamos a tocar.
― Se ve tierna pretendiendo que le importas ― susurraron a mi espalda, pero cuando volteé a ver quién, no había nadie. Laura regresó y hablamos un poco sobre cómo me sentía respecto al divorcio, al igual que la semana anterior.
Tal vez, luego de cuarenta minutos, mucho antes de lo que esperaba, salí de su casa y caminé a la de César. Sentía la mirada de todos sobre mí, aunque mi mente decía que sólo exageraba todo. Al llegar a mi destino, encajé la llave en la chapa, pero no giró, era la tercera vez que la cambiaba. Me apoyé en el coche frente a su puerta y llamé a su teléfono, hasta que me di cuenta de que conocía aquel auto: era de la causante del divorcio. Colgué antes de que contestara y tomé el primer taxi que alcancé para recoger a Verónica.
― Así es, a él tampoco le importas ― escuché otro susurro, pero no era nadie de nuevo.
Pasaban de las doce y media cuando llegué y la profesora esperaba en la puerta del curso, habló de que el rendimiento de Vero bajó y quería hablar con mi mamá. ¿Qué excusa me inventaba ahora? Era la tercera vez que citaba a mi mamá, pero, para evitar causar problemas a Vero, no dije nada. Sabía a qué se debía su bajo rendimiento, ella los había visto de la mano. Los divorcios no son fáciles de entender a los ocho años. Me sentía más frustrada de lo normal.
En cuanto la maestra se fue por Vero, sentí que me faltaba el aire y empecé a hiperventilar. Me estaba dando otro ataque de ansiedad. Por suerte, Vero sabía qué pasaba, por lo que me pidió que respirara con lentitud, con su voz dulce. Puede ser una niña, pero es más inteligente de lo que creen otros.
La llevé al cine para distraerla. También para evitar a César, cualquier mentira fluiría naturalmente para justificarse. Luego llamé a Sebastián para que pasara por nosotras. Fuimos los tres a cenar, mi mamá dijo que volvería tarde del trabajo. Llegamos a casa antes de las diez. Después de que le leyéramos un cuento a Vero, cada quien siguió con lo suyo.
La una con trece. Llevaba mucho tiempo frente al espejo mirando el frasco entre mis manos. Podía tomar una decisión simple, ser cobarde y dejar este mundo cuando quisiera. Dicen que mientras más tarde se hace, más oscuros se vuelven los pensamientos. Pude vaciar el frasco ese momento, pero mirando los ojos de mi reflejo, antes de que cualquier pensamiento negativo me dominara, pensé: “Puedo con otra noche más”. Y dejé las pastillas en su lugar habitual.
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