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El gran “payaso”

Actualizado: 13 abr 2021

Alejandra Zambrana




Aún es temprano por la mañana, si bien hay sol y éste se acerca poco a poco al centro del cielo, hace frío. Quizá es porque el invierno ya se acerca, y cuando eso pasa no importa que haya un sol radiante, éste no calienta, sólo es una imagen en el cielo que solo provee luz. De repente comienzan unos murmullos, primero tímidos, luego toman cada vez más intensidad. Son pequeñas vocecillas que comienzan a hablar al unísono. No se logra distinguir nada, más bien es como escuchar aletear a muchos insectos a la vez. Se escucha una voz fuerte, rígida, potente, tampoco se logra escuchar con precisión que es lo que dice, pero en ese momento todas las pequeñas vocecillas se callan de manera abrupta. Comienza un sonido que es muy fácil de identificar, el de los muebles cuando se los frota contra el piso, ese sonido desagradable multiplicado por decenas. Inmediatamente, se escuchan muchos pasos, cada vez se hacen más lentos. Se abre la puerta.


Frente a ella, a unos metros de distancia, estoy yo, estudiante de comunicación, cansada, con sueño y flojera, prefiero estar en mi cama calientita, desayunando chocolate caliente con galletas, viendo mi serie favorita actualmente. Pero estoy aquí, en este patio de cemento, que no ayuda con el frío, tiene algo de plantas a su alrededor, se nota que están ahí más por obra de la naturaleza que por los cuidados de alguna persona. Alrededor hay varios edificios, tienen un aspecto que está entre el de un colegio y el de un internado. A algunos bloques les llega la luz, a otros no. No me imagino estar en los que no tienen luz, ni un poquito, debe ser como estar dentro de un refrigerador, sin la esperanza de obtener algo de calor. ¿Dónde estamos? En el orfanato Salomón Klein, en la calle Gabriel René Moreno en Cochabamba, Bolivia.


Hace un par de semanas una docente nos dio la noticia de que, obligatoriamente, había que venir para un trabajo de la universidad. Sinceramente, no me emocionó en lo absoluto, pensé que restaría tiempo valioso a mis otros deberes universitarios, que vaya que son muchos. No queda más que cumplir con mi labor. El día de hoy debo hacer trabajo social. Vaya palabras curiosas: “trabajo social”. Más allá de lo que académicamente significa, ¿qué es el trabajo social?, ¿trabajar con la sociedad?, ¿acaso algún trabajo no implica de una u otra manera trabajar con la sociedad? Sé que el trabajo social promueve el desarrollo y el cambio social, en base a los derechos humanos, al respeto a la diversidad, a la justicia social, etc. Me pongo a pensar ¿será que en verdad hoy puedo cambiar la vida de alguna de estas personas? ¿Será que realmente puedo tener un impacto en sus vidas? O, finalmente, es una excusa que nos permite decir: “soy buena persona, hice trabajo social”.


Mientras pienso en todo esto, de la puerta comienzan a salir pequeños seres, algunos más grandes que otros, la mayoría pequeños y diminutos. A algunos se les nota el cansancio en el rostro, a otros se les nota las ganas que tienen de comenzar su día, sobre todo si eso significa ir a jugar. Unos cuantos nos miran sonrientes, otros desconfiados, a algunos no les causa sorpresa alguna, simplemente nos miran y ya. De repente, se acerca una de las maestras o mamás sustitutas, no estoy segura cuál es el término que utilizan, e intenta poner orden para comenzar a realizar las dinámicas que teníamos organizadas. Al principio le cuesta, sobre todo con algunos niños que se nota que son los “rebeldes del grupo”, pero una vez que les llama la atención todos se calman. No parecen muy entusiasmados de jugar con nosotras, yo tampoco lo estaría. Cuando era niña no me entusiasmaba mucho la idea de estar con adultos. Me parecían aburridos, hablando de sus trabajos, sus familias, sus responsabilidades y pesares. Ahora yo soy la adulta, no tan aburrida, pero adulta. Los entiendo. Tuve que desperezarme un poco para comenzar con las actividades, mientras la maestra los separaba en grupos más reducidos para facilitar nuestro trabajo social.


Se acercaron varias niñas y niños un poco tímidos, me acerqué a ellos tímida también, pero luego me acordé de que yo era quien debía organizar todo, tomé una actitud más proactiva y comenzamos a jugar. Poco a poco noté que las pequeñas personitas que estaban a alrededor de mí se sentían más cómodas, más alegres y eran cada vez menos tímidas y extrovertidas. Mientras jugábamos, un niño en particular llamó mi atención. Noté que tenía mucha ternura en su mirada, era como una especie de brillo en los ojos, pero a la vez tenía melancolía, un dolor interno. Te producía esa sensación al observarlo. Noté que tenía una cicatriz en el rostro, en el lado derecho, era bastante grande y se notaba que la cortadura debía haber sido bastante profunda. Me puso triste, me puse a pensar en lo que tuvo que pasar ese pequeño para terminar con una herida de esa magnitud. Ni siquiera siendo una persona mayor, me imagino la situación y el dolor que debió sentir.


Noté que él también me miraba, cada vez que lo hacía sonreía un poco. Eso me dio mucha alegría y obviamente yo le devolvía el gesto. Al poco tiempo, la maestra dijo que tomáramos un pequeño descanso, que comiéramos una pequeña merienda. El niño pequeño se me acercó, sentí mucha alegría pero a la vez una punzada en mi corazón.

Comenzamos a hablar de temas que suelen gustarle mucho a los niños, de dibujos animados, de los personajes favoritos de ciertas películas y de nuestra comida favorita. Me preguntaba qué hacía, a qué me dedicaba. Sentía un fuerte deseo de protegerlo y abrazarlo. Sin que él me dijera que había pasado por momentos difíciles, yo lo sabía. Lo que me conmovía era que a pesar de todo mantenía la ternura e inocencia en el rostro, no una completa, pero sí algo se había mantenido muy dentro de él. En un momento de la charla me preguntó por mi nombre, se lo dije y pregunté por el suyo. “Me dicen payaso, así que dime payaso”. Le pregunté por qué lo llamaban así y me contó que vendía burbujas en las plazas disfrazado de payaso, por eso le pusieron ese apodo. Pensé en que un niño tan pequeño no tenía por qué trabajar y menos de una manera tan insegura, pero en ese momento la maestra nos interrumpió para decirnos que retornemos a las actividades.


En esta ocasión mis compañeras fueron las que se encargaron de realizar la dinámica, las observaba a ellas y a los pequeños. Lo observaba a él: al payaso. Se me acercó la maestra y comenzamos a charlar, a platicar de asuntos cotidianos, las típicas preguntas y respuestas que se hacen para romper el hielo. Poco a poco, entre charla y charla, hablamos de los niños y las niñas, de sus historias, de cómo llegan a este lugar. Le pregunté por el payaso y hubo un pequeño silencio, algo tenso, y luego procedió a contarme su historia.


Me dijo que la mayoría de los pequeños tienen historias muy tristes, unas más que otras y entre las peores estaba la del payaso. Él tenía a su mamá y a su papá, no estaban muertos o en la cárcel como la mayoría de los niños del lugar, pero no cuidaban de él. Como se conoce en el hampa, eran “carteristas” y tenían problemas de adicción con el alcohol. Muchas veces se salían de su casa a prestes, por una o dos semanas y dejaban solo al pequeño, lo dejaban sin comida, sin nadie que lo cuide, dejaban la casa con llave y se iban. Él lloraba de hambre y los vecinos que sabían de la difícil situación del menor le lanzaban comida por el techo, panes, queques, entre otras cosas. Él los alzaba del suelo y los comía.


Cuando era un poco más grande, pero aún niño, lo dejaron encerrado como de costumbre, pero ya no aguantó más el hambre y aprendió a salirse de su casa por el techo en busca de comida. No tenía dinero, robaba comida y se iba corriendo. En uno de esos intentos fue capturado, no por las personas a las cuáles había robado un pan, si no por un grupo de adolescentes que se dedicaba a robar. Le dijeron que como habían visto lo que hizo debería formar parte de su pandilla, pero primero debía robar a alguien su cartera o su billetera. Él se negó a hacerlo, por desobedecer le cortaron su carita, su cachetito del lado derecho. Esa era la historia de la cicatriz.


En ese momento la maestra soltó un suspiro y yo me sentí paralizada. No sé qué pasó exactamente con mi cuerpo, pero lo sentí frío, pero no por el invierno, me recorrió todo mi cuerpo. Me sentí algo mareada, un poco indispuesta, no podía procesar la información y la maestra me preguntó si estaba bien. Le dije que sí, que no se preocupara. Ya no volvimos a hablar más, pero noté que estaba procesando todo lo que me había contado. Me dio tristeza, me dio rabia, me dio impotencia, no podía creer todo lo que una pequeña criaturita había tenido que pasar. ¿Por qué? Qué hizo de malo, ¿Sólo tuvo la mala suerte de nacer en un hogar sin amor? ¿Al final todo es cuestión de suerte? Lo miraba jugar, de rato en rato se reía, participaba de la dinámica, tenía aún algo de comida en la comisura de la boca y se había manchado un poco la ropa. Pensé en cómo pude haber sido tan egoísta. Mi mayor problema en ese momento era el no estar en la comodidad de mi cama viendo televisión, cuando personas que tienen menos de la mitad de mi edad se han enfrentado a problemas tan grandes por los que nadie debería pasar. ¿Por qué nadie hace nada? ¿Por qué no hacemos nada? ¿Por qué no hago nada?


Mientras estaba absorta en mis pensamientos, continuaba con las dinámicas, intentaba estar tranquila y serena, pero no podía alejar todos esos pensamientos de mi cabeza, me daban ganas de llorar, pero no eraadecuado que lo haga en ese momento y menos en ese lugar. Mientras pasaba el tiempo traté de ser muy amable con todos, más de lo que fui en un principio. Las niñas y los niños disfrutaban de los juegos, de las dinámicas, se notaba en su mirada y eso me trajo mucha felicidad. Ya había calor, pero no el del sol, sino era humano. Era el calor de pequeñas grandes personas: corrían, se caían, se levantaban, saltaban, cantaban.


Como todo tiene su fin, ellos ya debían retirarse y nosotras también. Cada uno de los pequeños se despidió de manera muy cortés, tierna y mucho más entusiasta que el saludo que tuvimos. Cuando le tocó al payaso fue cómo si todo se congelara, vi por última vez sus ojitos, nunca los olvidaré, ojos cafés, con luz. Nos despedimos. Sentí ganas de abrazarlo y no soltarlo nunca, de decirle que todo va a mejorar, que todo va a estar bien. Pero en lugar de eso le dije que me había encantado conocerlo, que es una gran persona. Él me dijo: “Chau, nos vemos”. Me sonrío y se fue corriendo hacia la puerta por donde había salido en un principio. Me quedé parada mirando cómo se alejaba, me puse a pensar en que quizá, con este día de trabajo social yo no había cambiado su vida, ni la de los otros pequeños. Pero de algo estaba segura: él cambió la mía.

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