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El jardín de las delicias

Actualizado: 2 abr 2018

Katerin Tapia Bueno



Para entonces, había escuchado preguntar por este lugar a muchos amigos, conocidos e incluso extraños, todos foráneos. Todos o al menos la mayoría se emocionaron por haberlo visitado. O se arrepentían porque no les alcanzó el tiempo para hacerlo. De la misma manera, había escuchado a mucha gente local protestar contra el mismo. ¡Claro! Este no es el lugar favorito de los cochabambinos; no es el lugar a donde vas a acampar, tomarte un mate y escuchar el cantar de los pajaritos. De hecho, no es el lugar indicado para nada más que para encontrar lo que fuiste a buscar. Pero existe, está aquí y su presencia es exquisita a los ojos del buen Hommo Aviator.


Fue por esta particular razón, por la que en algún punto nació mi curiosidad por este lugar. Tomé mi cuaderno de notas, me puse las zapatillas más cómodas y con poco, o casi nada en la mochila, me fui a peregrinar por esos lares de mi ciudad. Creo que más pesaba el miedo y la ansiedad, pero de todas maneras lo hice. De a poquito fui recorriendo el camino que escogí para llegar al “Jardín de las delicias”.


Empecé a las 6:20 de la tarde, esperando terminar el recorrido a las 7 de la noche. A manera que avanzaba iba preguntando a las personas la hora; de cuadra en cuadra, y al menos cada cinco minutos preguntaba a alguien: “¿Qué hora tiene, perdón?”. A lo cual me contestaban: “¡¿Qué?!”. Yo paciente, como siempre, exclamaba sutilmente: “¿Tiene hora?”. Otra vez me gritaban: “¡¿Qué?!”. “¡Hora!”, yo replicaba. Pasaba que no me entendían, porque hablaban otra lengua y tampoco me escuchaban por todo el ruido que había alrededor. Pregunté unas seis veces la hora a lo largo de todo mi recorrido.


En la cuadra, todo tranquilo. 6:20, todo se veía normal, el sol ya estaba irradiando sus últimos destellos, estaba dando su charla de despedida y, la verdad, eso me preocupaba un poco. Había recorrido tres cuadras y al llegar a plena esquina aproveché que el semáforo estaba en rojo para preguntar la hora a unas gentiles y hermosas señoras librecambistas, quienes al ver que me acercaba, me gritaron: “Dólares, vendo dólares a 6,94!”. Eso me hizo retroceder un poco, de un sobresalto, pero aún así insistí con la hora, por seguridad había dejado relojes y celular en casa. Las mujeres se contoneaban como dos tulipanes porque se habían contado un chiste, que yo había interrumpido con mi inoportuna pregunta. El reloj marcaba las 6:30 de la tarde, según los tulipanes. Sentí que me debía apresurar o llegaría muy tarde a mi destino; lo que me seguía preocupando.


A lo largo de las siguientes dos cuadras me esforcé por encontrar lo que le llama la atención de los turistas. ¿Qué podía encantarles tanto? Llegué hasta una esquina, donde unos muros altos y amarillos se levantaban frente a mí. Era claro que toda esa casona había sido recientemente remodelada, las paredes estaban muy amarillas, casi mostaza chillón. Y cada cuatro metros había un cartelito colgado que decía:


“QUEDA TERMINANTE PROHIBIDO PINTARRAJEAR Y PEGAR AFICHES PENADO POR ORDENANZA MUNICIPAL ORGANO JUDICIAL D.A.F. O.M. 3935/2009”


Me parecía curioso, porque entonces mi memoria no necesitó esforzarse para recordarme como era esa esquina antes. En efecto, solía ser una muralla sucia, toda pintarrajeada y llena de afiches. De esos que dicen todo y no dicen nada.


Continúe mi camino, pero una manada de estudiantes de colegio fiscal comenzaron a embestir a todos los que estaban sobre la acera. Unas diez personas mayores y yo nos quedamos caminando en la calle, casi besando a los micros y trufis, que sin titubear pasaban rozándonos las rosadas y bronceadas mejillas, haciendo alarde de sus profundos mensajes, “SEGURIDAD, ELEGANCIA Y CONFORT”, que hasta un miope los podía leer, por lo cerca que estaban de nuestras caras.


Habiendo caminado dos largas y cansadoras cuadras, llenas de olores ancestrales, y empujones de enormes centauros revestidos de aguayo, no encontraba nada que me llamase la atención o me explicara la fascinación por el lugar. Al final, me estaba rindiendo, pregunté la hora y el reloj marcaba las 6:40. Un poco desanimada continúe mi peregrinación, dos cuadras más y sin nada más que contar, volví a consultar la hora y esta vez mi gentil portador del tiempo sería nada más y nada menos que un sonso. Un vendedor de sonso, quién andaba más distraído en su celular que en los sonsos que se le estaban quemando. Me acerque y le pregunté: “¿Qué son?”. Y el sonso respondió: “¡A seis bolivianos! Con cara de “¿qué está pasando?”, me miró y le volví a preguntar: “¿Qué son?”. Me dijo que son yuca con queso, los sonsos. Decidí no preguntarle la hora, pues el muchacho estaba más perdido que yo.


Debía ser las 6:40 y estaba exhausta. Quería renunciar a la persecución de las respuestas a mis dudas. A esa altura, creo que ya me daba igual, pasé al frente, a plan de bocinazos, gritos y sustos. En esta cuadra volví a presenciar los mágicos letreros, parecidos a los del muro amarillo, solo que estos decían:


“ESTÁ PROHIBIDO USAR LA VÍA Y LOS ESPACIOS PÚBLICOS COMO PUESTOS DE VENTA, EXPOSICIÓN DE MERCANCÍA, DEPÓSITO, MUESTRARIO, U OTROS SIN AUTORIZACIÓN O.M. 4242/2011 ESTÁ PROHIBIDO BOTAR BASURA EN LAS VÍAS.”


Supuse entonces, que eso último tampoco era permitido sin previa autorización, ya que entre cada letrero, en fila india habían puestitos de caseras, con tendidos en el piso y montones de basura. Entre cuatro, digo seis, digo ocho, de esos “indecorosos” letreros amarillos, se desenvolvía el comercio cochabambino.


Después de tres cuadras más, había llegado a mi destino. Sin titubear, sin miedo y sin cadenas en los pies, me adentré en él. Debí pensarla dos veces. Una vez adentro, el caos casi me come viva. ¡Válgame Dios! También, ¡¿A quién se le ocurre ir en miércoles a esa jungla?! Día de feria, no había aire ni para respirar, una vez adentro, solo me quedaba la manera de ver cómo salir: caminando para adelante, sin volver atrás. Me fui a chocar con cosas que nunca antes había visto en mi paso por este particular centro de comercio, fue por mi deseo de encontrar las razones que llaman la atención de los turistas, pero eso era una selva urbana. Había de todo y a los precios más accesibles: “llévese cualquiera cosa a 10 bolivianos”, “ven caserita te voy a rebajar, tres en diez te voy a dar”, “gorritas en 15”, “llamitas para la suerte y la fortuna”, “platanos en 10 (sin acento)”, “se lee tu futuro en hojas de coca”, “se hacen amarres”, “jugos naturales”, “las flores a 10 bolivianos caserita” “4 películas en 15”. Entonces, me di cuenta de algo totalmente fuera de lugar, me detuve y volví para preguntar: “¿Llamitas para la suerte! ¡¿Cómo es eso?!”. A lo que la caserita contestó: “Sí, llamitas para la suerte y la fortuna, la quemas junto con la k’oa.” Muy tranquilamente me mostró las llamitas secas y muertas. El reloj marcaba las 7:30 de la noche, lo sabía porque volví a preguntar. Era hora de volver a casa.


Finalmente, entendí que lo que llama la atención de los turistas es todo ese sincretismo, es conjunto de ideas, de productos, de personas. Todo el caos que puede representar a la cultura k’ochala. En este jardín, donde se juntan todos los colores, todos los olores y las “razas”, todos los sonidos, los bocinazos ensordecedores, los gritos de las “caseritas”, se encuentran el desorden y la belleza del caos. Una delicia para los sentidos del buen turista. Uno no sale de su ciudad para ir a ver más ciudad, limpia y ordenada, sino para ir en busca de nuevas perspectivas, nuevos ángulos a través de que se puede mirar la vida, para disfrutar un poco de las diferentes panorámicas que te ofrece el mundo. La Cancha, en Cochabamba, es uno de esos lugares.

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